jueves, octubre 16, 2008

Procuro olvidarte

Sara entra por una de esas puertas giratorias como las de los hoteles. Supone que quieren que sea así, que parezca que es un hotel, pero la recepción no engaña, está teñida de ese vaho gris y espeso que se condensa en las salas de espera de todos los hospitales.
En las sillas de plástico, en hileras, oscuras, se sienta la misma gente que podría haber estado en cualquier hospital. Caras vulgares y contraídas, caras preocupadas o con una estúpida sonrisa de esperanza. Una señora mayor, de pueblo, abraza a su joven hija. Sara se la imagina empezando la carrera de filosofía en la gran ciudad. O quizá es filología inglesa. Tiene pinta de hippy moderna, con sus pendientes de concha, el piercing de la nariz, el bolso de comercio justo y unas Nike carísimas, como toda esa gente que pretende vivir en ciudad y hacer con que son auténticos. Como Raquel. Se pregunta quién de las dos será la paciente. A cualquiera puede tocarle, no hay inmunes, nadie está a salvo, no hay vacunas. Dicen que hay personas más propensas, también que hay un componente genético, que es más fácil caer cuando eres joven; unos aseguran que nadie puede librarse y otros están convencidos de que cada uno se busca lo que tiene, qué más da, el amor es una enfermedad y una vez estás enamorado es imposible seguir adelante indemne. Amar es uno de los grandes males de nuestro tiempo y Sara, una más de sus víctimas. Ha perdido el tiempo, la fuerza y el aliento por una mujer que no vale ni la saliva gastada en decir su nombre. Raquel. Raquel. Raquel. ¿Por qué? ¿Por qué tuvo que aparecer? ¿Por qué tuvo que hacerla sentir viva? ¿Por qué ahora tiene que olvidarla? ¿Por qué no puede ser todo como antes? Sara titubea ante el mostrador de admisiones. La enfermera registra datos en el ordenador sin darse cuenta de su presencia. Sara carraspea. La enfermera hace caso omiso. Quizá es una señal. Quizá no debe estar ahí, puede irse, llamarla, intentarlo de nuevo. Un movimiento y todo habrá pasado como una simple pesadilla. La enfermera se anticipa a sus pasos.
- Dígame.
Sara no tiene fuerzas para decir nada.
- ¿Ingreso voluntario?
Ni para moverse.
- Relájese. Lo más difícil es llegar hasta aquí.
Ni para llevar la contraria a nadie.

En la consulta, vestida con un ridículo camisón rosa, Sara le pregunta a la doctora:
- ¿Para qué todas estas pruebas? Lo de tener el corazón roto es un decir, no sale en las radiografías.
La doctora no parece tener sentido del humor, le contesta como si le contara a un niño las conexión entre el mundo de las flores y las abejas.
- Existen ciertos líquidos en el cerebro que regulan su sensación de placer, de satisfacción, de bienestar, de apetito, de sueño…En las primeras fases del enamoramiento estos líquidos se descompensan y dan lugar a un efecto psicosomático llamado “vivir en una nube”. Sin embargo, con el paso del tiempo, su cerebro ya no puede segregar de forma natural esos líquidos y para recuperar el equilibrio necesita de estímulos externos que nada tienen que ver con el afecto, si no con la dependencia física y psicológica de determinadas sensaciones.
- Líquidos. El amor es líquido.
- No cabe duda de que existen secuelas físicas causadas por ese golpe brutal que es el amor.
- El golpe es el desamor, cuando amas y te aman nada malo puede pasarte.
La doctora sonríe. ¡Ha escuchado tantas frases como esa! Pero le gusta su trabajo y no puede evitar hablar con una pasión inconveniente:
- El amor mata, Srta. Duarte. Está demostrado. Activa y pasivamente. Por exceso y por defecto. No existe el amor en su justa medida. Quién cae, pierde el control y se convierte en un vampiro, en un egoísta, en un ser siempre hambriento de cariño, muerto en vida - Coge aire, se calma- ¿Consume o ha consumido drogas últimamente?
- Valeriana. Solo valeriana algún día. –Miente Sara.
- Mucha gente cae en otras drogas para “recuperar el equilibrio”- la doctora hace ese ridículo gesto de poner comillas, como si fuera una broma cómplice.
- Sí. También bebo, me emborracho, bebo algunos días, me emborracho mucho.
- Puedo asegurarle que es posible desengancharse, que volverá a dormir tranquila, a querer hacer cosas, a valorar a su familia y amigos.
Sara mira el rostro sereno de la doctora. Ahora le gustaría ser como ella. Le gustaría besarla.
- Llámame de tú, por favor, soy muy joven.
- Es mejor que no.- Y le entrega los papeles para que los firme.
Sara acepta el tratamiento y exonera al centro de cualquier responsabilidad ante las medidas que se tomen dentro del mismo. Comienza una tanda de preguntas y respuestas, siente como si estuvieran en una peli de gánsters y ella fuera el chivato de turno. Han estado juntas cuatro años, lo han dejado hace seis meses pero se han acostado alguna vez, ¿cuántas?, dos, ¿segura?, tres y media. Tenían un gato, sospecha que ahora está con otra…No es ese el problema. No está ahí fuera. Está dentro. Como un quiste que hay que extirpar. Conoce a su madre, han viajado a Almería, amigos en común.
- A partir de ahora deberá evitar el contacto con la familia o amigos del sujeto.
- Se llama Raquel.
- Deberá dejar en depósito el teléfono móvil, cambie el número cuando termine el tratamiento y déselo solo a sus familiares y amigos más próximos. No llevará objetos personales, ropa u otros artículos relacionados con el sujeto.
- Los objetos son inofensivos, son las personas las que hacen daño- dice Sara porque empieza a ver la boca del lobo. Porque se siente atrapada. Quieren quitarle todo, hasta sus recuerdos. Pero no podrán. En algunos rincones de su mente hay todavía paraísos vírgenes y así permanecerán: solo habitados por Raquel y ella.
- No podrá recibir visitas ni realizar llamadas sin supervisión. Si lo desea ponemos a su disposición una sala de recreo sexual para las secuelas de esta índole.
Índole. Recreo sexual. Esta gente no tiene ni puta idea de lo que es el amor.

Por la noche Sara llora. Como todas las noches. Saca una goma de pelo adornada con una muñeca de plástico de Hello Kitty y la huele. Tiene algunos cabellos enredados. Es de Raquel. Siempre anda jugando con la goma y el pelo. Lo recoge, lo alza, lo suelta. Raquel. Raquel. Raquel. “Por qué no estás aquí. Por qué no vienes y nos reímos de esta gente. De los cuadros que adornan la habitación” “El único amor de verdad es el que empieza por ti mismo”, “hay muertos de amor pero nadie vive eternamente enamorado”. Al principio se reían de todo y de todos. Sara evoca la imagen de Raquel, su cara, su pelo, sus gestos. Nadie le ha prohibido todavía que piense. Que sueñe. En su cabeza puede hacer que todo esté bien. Durante unos segundos puede engañar a su memoria. Ve su pelo negro, largo y ondulado. Ese pelo que cae a borbotones sobre los hombros y la espalda. Raquel tiene unas manos grandes, ágiles, nerviosas. La boca es perfecta. Bebe tragos largos y decididos. Deja el café un instante en la lengua antes de tragarlo. Entra en la garganta y apenas el líquido ha agotado su momento le da una calada al cigarro. Fuma lentamente, retiene el humo, respira, lo expulsa. Antes de hablar también mantiene un segundo la palabra en la boca; sabe que en el silencio de cada frase le queda algo guardado en los ojos. Y luego te mira y entreabre los labios. Coloca los brazos con parsimonia por encima de la nuca y, hacia atrás, se caza el pelo con ambas manos. Lo alza con eficiencia y lo hace un nudo con su goma, o a veces con un lápiz. Posa un segundo en esa postura. La mandíbula marcada con un gesto. La cabeza hacia delante, el cuello, los trazos tensos del hombro, la columna, la curva de la cintura. Entonces baja los brazos, con la cadencia de las pestañas. Te mira, entreabre los labios. Se queda tranquila. Coge el vaso, o el tabaco. En poco tiempo deshará cada movimiento para agitar otra vez la melena y jugar con ella, mesándola con sus manos grandes a los lados del cuello o sobre el pecho.
Así, Sara se queda dormida.

El tratamiento se llevará a cabo mediante sesiones individuales y terapia de grupo. El doctor Frítzse, dice en su libro “Mis tres divorcios. Amar es recordar, patología del enamoramiento y la obsesión cognitiva” que lo primero que hay que hacer es detectar el nivel de implicación mediante un sistema de asociaciones simples. Como un tumor, el amor se extiende afectando a todas las células de nuestra vida afectiva-afirma Fritzse- detectar, frenar y eliminar las zonas contagiadas es la primera parte. El test de Fritzse plantea temas visuales y cognitivos y trata de relacionarlos con vivencias personales. Cuanta mayor participación del sujeto involutivo (esto es, del que uno cree estar enamorado) en las respuestas del paciente (esto es, el que espera y espera) mayor es la implicación y por lo tanto el daño. Para lograr la curación hay que lograr crear nuevas asociaciones que sustituyan a los recuerdos perjudicados.
Sara no sabe nada de esta teoría, simplemente contesta: “¿La torre Eiffel? no tiene nada de romántico, es solo una antena”, como decía Raquel. “¿El mar?”, su idea del mar es en Almería, donde iban de vacaciones. El ordenador le recuerda a su puesto de trabajo, su puesto de trabajo, al teléfono que tiene al lado, el teléfono que tiene al lado, a las llamadas clandestinas, las llamadas clandestinas a Raquel. Un punto negro en una hoja en blanco es un lunar que Raquel tiene en el hombro.
La doctora examina los resultados. El test de Fritzse le da un 7,3. Es alto, pero hay casos peores. Gente que sólo vive de, por y para su amor. Enfermos. Dependientes. Yonquis. La doctora es una ex enamorada. Cayó muy joven y no la atendieron a tiempo. Fue un infierno de casi diez años. Al final él la dejó por una funcionaria de prisiones y se fue a vivir a Badajoz. Sabe que no es feliz y que ha tratado de buscarla alguna vez pero la doctora no está dispuesta a pasar de nuevo por eso. Está bien así, le alegra poder ayudar a la gente, aunque quizá también sienta algo de desprecio.
- ¿Eras feliz con ella?
- Unas veces más, otras menos. Como todo el mundo.
Cómo pueden estar tan ciegos, cómo pueden tirar su vida por la borda, están huecos, solos, buscan en otros lo que deben encontrar en ellos mismos, por eso están tan insatisfechos.
- ¿Por qué quieres dejarlo precisamente ahora?
- Porque creo que está con otra.
Ha visto casos de enamorados terminales consumiéndose de celos, de ansiedad, de deseo, de aburrimiento…
- ¿Solo por eso?
- No...en realidad, no estábamos bien. A veces sí. Pero casi siempre no.
Gente válida y honesta que se abraza al amor para no afrontar su vida, que no sabe lo que es la diversión sana y espontánea.
- Así que eras infeliz.
- Piense usted lo que le de la gana.
El amor es un invento del hombre, de la literatura, de la música…quién sabe, pero no es natural; las aves y los monos no se enamoran; follan, aúllan, comen, cazan, emigran, se quitan los piojos unos a otros, no sufren.

En el centro hay un pequeño parque con bancos y una zona para hacer deporte. Sara se sienta y mira al cielo, está tan azul que parece de mentira, los árboles reflejan sombras caprichosas contra el suelo, una suave brisa mueve sus hojas, todo es nítido e irreal. Se concentra en el sol que salpica sus brazos desnudos, siente el calor y la luz en la piel... a los cuarenta y nueve segundos Sara se levanta y se va. En la biblioteca ve a otros internos e internas. Algunos leen en cómodos sillones, otros consultan en el ordenador con unos cascos puestos, en una mesa un hombre mayor toma notas compulsivamente de varios libros gordos y antiguos. Al fondo hay otra sala con un televisor y una cafetería con juegos de mesa. La decoración es neutra pero no triste, la gente está tranquila y es amable. A simple vista son normales, como ella, pero si una se fija nota que les falta algo, les han quitado el alma, les han lavado el cerebro: una persona que no ama es como un robot, como una puta máquina para incubar huevos. El amor duele, claro que duele. Pero sin dolor no hay sentimiento. Es como la piel, si te haces una herida, duele más, y luego la cicatriz es una zona yerta, sorda, vacía. Eso es lo que quieren hacer aquí: cicatrices. Amputaciones. Gente hueca, eso parecen, sí, como en la peli de “La invasión de los ultracuerpos”. Raquel se moría de miedo con esa peli. Entre los libros no hay casi novelas, ni siquiera novela negra, solo ve Mobydick y algo de Julio Verne. En cambio, la sección de bricolaje y jardinería es sorprendente. Sara sonríe con ironía: “O sea que para realizarse en la vida la gente se dedica a fabricar y colorear especieros”. El mundo sin pasión no avanzaría. Los especieros no ganan guerras ni esperan recompensas, no curan heridas ni gritan de placer, no levantan puentes o murallas…el amor es lo que mueve el mundo y merece la pena luchar por que el mundo siga.
Quizá Raquel la esté echando de menos. Raquel, Raquel, Raquel. “Puedo llamarla solo para ver si la ha llamado. Si no ha llamado es que le importo un pepino, pero si ha llamado es porque todavía siente algo. Eso está claro. Puede ser amistad. Sí. Pero también puede que se haya dado cuenta de que se ha equivocado”. Sara piensa que solo necesita llamarla y oír su reacción. A lo mejor no ha luchado lo suficiente o pero aún, insistió demasiado. Hay que darle tiempo al tiempo. Relajarse. Si han sido felices, porqué no van a serlo de nuevo. En realidad se llevan bien, se echan de menos, tienen cosas en común. Sara puede llamar y hablar de cualquier cosa trivial, divertida. En plan normal. Luego, poco a poco, sin presiones, Raquel se dará cuenta de que la necesita. Eso ya lo hizo, pero ahora Sara no lo recuerda y está ya con el teléfono en la mano, nadie la ve, vaya centro de mierda, qué fácil es burlar la seguridad. Marca. Espera.
- ¿Sí?
Es ella. Es Raquel. Esperando.
- ¿Sí? ¿Quién es?
Hay ansiedad en su voz.
- ¿Sara? ¿Eres tú?
Cómo lo sabe. Lo estaba esperando. Lo estaba deseando.
- Quedamos en que no íbamos a hablar por un tiempo- dice Raquel.
- Han pasado ya más de tres días.
- Dos.
Sara escucha al otro lado:
- Cuelga, cariño, cuelga ya, no hagas caso.
- ¡Déjala en paz! - grita.
Entonces alguien le agarra bruscamente el teléfono desde detrás y lo cuelga.
- Un segundo, por favor, un segundo – Sara suplica al celador–por favor, por favor, un segundo solamente, qué más les da, luego haré todo lo que me pidan- al teléfono- ¡Eres una cerda mentirosa!

Mientras los encargados de mantenimiento registran la habitación de Sara y esterilizan su goma de Hello Kitty hasta conseguir que sea como la de cualquier otra mujer que no se llame Raquel, la doctora espera pacientemente en su despacho a que Sara diga algo.
- ¿Y bien? – le pregunta cuando se le acaba la paciencia.
- Es una puta mentirosa.
- ¿Qué quieres decir con puta mentirosa?
- Las dos son putas y ella es puta y mentirosa.
- Explícame porqué.
- Es muy fácil: cuando una puta está con otra puta y miente como una puta, se convierte en puta mentirosa.
- El odio es un paso necesario, Sara, pero la palabras malsonantes no hacen bien a nadie.
“Métete tus sermones por donde te quepan, puta frígida de mierda”, piensa Sara pero no dice nada porque sabe que ahora más que nunca necesita seguir el tratamiento.

- Podía estar durante horas mirándola embelesado. Mientras dormía, cuando cocinaba, peinándose. Nunca habréis visto en persona a una mujer más guapa. Y ella me quería. No sé por qué, pero me quería. Se acostaba conmigo, sonreía, salíamos a cenar y a bailar y ella estaba conmigo y me daba la mano y me miraba a los ojos y me besaba. Esos labios perfectos, esos ojos brillantes, esas manos suaves…
- Muy romántico, Andrés, pero creo que tus compañeros ya saben lo guapa que es Mercedes. No estamos en concurso de belleza.
Andrés asiente como si la doctora fuera su patrón. Es un tipo grande, rudo, como te imaginarías a un marinero o a un estibador, pero parece un pobre hombre. Un buen hombre apaleado. Le brillan los ojos como a los bebés y a los borrachos. Se retuerce las manos.
- Bueno, el caso es que yo me empecé a obsesionar- algunos ya lo sabéis- con que me la iban a quitar, con que se iba a cansar de mí, con que si estaba conmigo por el interés…La tuve encerrada 38 días. Sin ver la luz. Al principio me quería entender, perdonar, ayudar… Luego dejó de mirarme. Yo no quiero ser ese monstruo. A la gente a la que se quiere no se le hace daño. Eso no puede ser bueno.
Andrés menea la cabeza confundido y mira a Sara suplicante, como para que ella le aclare el dilema.
- Si no te hubiera dado ese perrenque ella a lo mejor seguiría contigo y seriáis tan felices.
- ¿Estáis de acuerdo con Sara?
Toma la palabra otro hombre, Ricardo. Este podría ser contable o conductor de trenes. Fue pelirrojo pero ahora está calvo, de gran nariz y pequeñas gafas. Tiene las manos pequeñas y blandas. Las puntas de sus dedos parecen barbillas huidizas.
- Cuando me enteré de que Anabel me engañaba no le dije nada pero también me volví loco. A veces iba a la habitación, porque sabía que lo hacían en mi cama, y escupía las sábanas o me masturbaba allí. Con eso sentía que yo estaba presente y que de alguna manera les estaba contaminando, que me metía en lo que ellos hacían. O que podía envenenarles. No sé.
- ¿Sara? ¿Tú qué crees?
Uno, aquello no tenía nada que ver con el tema que estaban hablando. Dos, aquel tipo estaba loco de atar.
- Sara nos toma por idiotas a todos nosotros- Hablaba Elena, una joven enamorada de un hombre casado – Le damos pena o asco o las dos cosas; sigue pensando que ella y su Raquel son especiales.
Eso pensaba Sara. Eso pensaban muchos otros enamorados que se habían sentado allí. Que eran diferentes. Todos lo piensan. Yo no soy así, piensan. Yo no haría nada parecido, dicen. Lo mío no es tan grave. A mi no me hace daño. En mi caso fue diferente. “Especial”. Les encanta sentirse especiales. Los ositos, los corazones, las baladas, las poesías cursis, los ramos de rosas, los regalos sorpresa pueden enternecerles o parecerles ridículos. Da igual, porque se creen especiales. Con ositos o sin ellos se convencen de que su amor es algo único.
- Era especial, ya sé que cada uno cree que lo suyo es especial, pero yo solo puedo hablar por lo que he vivido.
Elena la mira con desprecio a Sara:
- Una vez les seguí a él y a su mujer hasta el cine, llovía a cántaros y me calé los pies. Estuve toda la película allí, con los pies mojados, la ropa chorreando, mirándoles en la oscuridad. Me cogí un catarro de aúpa y creí que era romántico. Que todo eso lo hacía por amor. Que él, de alguna forma, lo valoraría. ¿Alguna vez has hecho algo así, doña especial?
- He hecho cosas mucho mejores. He pasado noches sin dormir, he buscado un …
- Mi relación con Fernando se acabó por un punto negro en la nariz- dice Maite de pronto.
Maite es una escritora de cuentos infantiles. Lo dejó ella pero no ha sido capaz de rehacer su vida. Todos se ríen.
- Eso sí que es romántico, Maite – le dice Elena.
La doctora termina por enfadarse.
- ¿Todavía creéis en las acciones nobles, heroicas, románticas? ¿No veis lo absurdo que es todo? La saliva de Ricardo, el chaparrón de Elena, los puntos negros…Todo es la misma mierda.
Sara y el resto del grupo bajan la cabeza, avergonzados. Maite decide seguir con su historia. Era su primer aniversario y estaban de vacaciones en Lanzarote. Contemplaban una puesta de sol, abrazados. Fernando llevaba un buen rato sin hablar. Maite le atrajo hacia sí y le miró a los ojos. A Maite le gustaba mirarle a los ojos porque sentía que se zambullía en ellos con la libertad de un pez y nadaba a sus anchas. Según la doctora las metáforas también gustan mucho a los enamorados. Al fin y al cabo son mentiras.
- Le pregunté que si estaba bien y me contestó que sí, contestó que sí con normalidad. Normalidad. No se me había pasado esa palabra por la cabeza durante un año. Nada había cambiado y sin embargo todo era diferente. Fernando pestañeó y fue como si pasara la página de un libro. O al revés, empezó a leer algo distinto en mi rostro, parecía que lo escudriñaba. Y se abrió un capítulo nuevo: los puntos negros. Un punto negro es un poro lleno de mierda. Está debajo de la piel hasta que aprietas un poquito y “plaf”, el pus. La mierda. Como la vida misma. “Tienes la nariz llena de puntos negros”, me dijo. Yo me reí. Por hacer algo. “Totalmente llena”, insistió. Así que le conté una mentira sobre una esteticista inepta. “Es que de vez en cuando hay que hacerse una limpieza”, él seguía erre que erre. Esa misma noche lavé mi vergüenza con vapor caliente y manzanilla. Al día siguiente a Fernando se le cayó un pimiento del piquillo al suelo mientras cocinaba y volvió a echarlo a la sartén. Yo sonreí triunfal pero él me miró y pareció decirme: “no es lo mismo que tener un campo de estiércol en la cara”. Y muchas cosas más. Creo que sabéis de lo que hablo. Habíamos llegado al punto negro. Como los de las carreteras. Un punto negro donde los coches se estrellan, donde tantos otros.
Todos miran a otro lado, como recordando algo.
- El día que me dejó...- a Sara le cuesta hablar pero se recompone y sonríe- yo lo llamo el momento culo de vaso, prefiero llamarlo así, a decir “el día que me dejó”.
- Te entiendo – dice Ricardo.
- Estamos en un bar. Me queda el último trago, dos como mucho, doy un trago corto, para que no se acabe tan pronto. Estamos Raquel y yo. Con el borde del vaso contra el puente de mi nariz miro a través de la base, sin dejar que el líquido me entre en la boca, y mantengo la visión borrosa de su cara enfrente de mí. Por eso es el “momento culo de vaso”, porque yo miraba a través del culo de vaso. No me apetece dejar el vaso y mirarla sin él; es un pensamiento estúpido pero creo que mientras esté bebiendo no podrá irse, nadie se va dejando a alguien a mitad de un trago. Sé que cuando me termine esta copa se irá, se nota que quiere quitarse el marrón de encima, no me dará tiempo a que pida otra, es el intermedio justo para terminar la charla, para acabar con el drama y salir de allí pitando. “No entiendo porqué”, le digo. Recuerdo que suele echarme en cara mi tendencia a enunciar las frases en negativo así que rectifico: “Quiero decir, ¿por qué?”. “Estamos todo el día discutiendo”, dice ella. “Eso no es cierto”, le digo yo. “Sí, lo es” dice ella. Y yo: “Que no”. Nos callamos. Bebo un mini sorbo y con el culo del vaso desenfoco la barra al fondo. Con el humo, el cristal y la oscuridad solo veo sombras. Ese bar es buen sitio para que te dejen. Cutre, sórdido y romántico. Recuerdo que sonaba “Should stay or should I go”. Muy apropiado. A veces, cuando voy con el Mp3 por la calle las canciones me dan consejos, me dicen cosas. Cómo si supieran lo que voy pensando o el sitio por el que estoy pasando. No sé. Tiene su lógica, con las ondas del cerebro y todo eso. Nunca se lo he contado a Raquel. Nos reiríamos y ella me diría que tengo los ojos como avellanas o me diría: “eres como una ardilla con avellanas gigantes” y su voz me bajaría hasta el estómago como un huracán o como un imán gigante. A veces decía cosas así, de ardillas o que yo era como un campanario tronando en su cabeza. Pero esa noche lo que me dice es que así no quiere seguir. “Así ¿cómo?”, le pregunto. “Así”, me dice otra vez. Y sigo yo:
-Pues cambiamos y estamos de otra manera.
-No se puede cambiar.
-Entonces no digas “así”, dime que no quieres seguir y punto.
-Ya te lo he dicho.
Entonces la veo en mi cabeza, me la imagino andando con sus pasos cortos, con el bolso colgado, amarrado bajo el brazo, y me parece una putilla de barrio, de otra época, de los años cuarenta, de la posguerra, como una de esa mujeres que sobreviven a la pobreza y nos hacen creer que son mejores que todos. Y es una putilla. Y los ojos los tiene opacos como los botones de un abrigo de los años cuarenta. Ojos baratos.
No me mira, o me mira como quien mira algo que tiene muy visto y ya no le gusta o simplemente como se mira a quien no se ama. Me gustaría gritarle que es una puta y que me quiera. O hablarle de la luna y las poesías. O simplemente suplicarle que no me deje por favor que mi vida no tiene sentido. Es patético. Es cansado. Es absurdo. Es tarde. Doy el último trago pidiendo mentalmente que pinchen a Chavela. No hay suerte, suena algo de Kiko Veneno que no viene al caso. Ella se levanta. Será capaz de irse así, pienso. Pone tres euros en la mesa, no son puntos suspensivos. No se puede ir así, sin tocarme, sin llorar. Por lo menos tiene que decir lo de quedar como amigos. Coge su abrigo sin aspavientos, como si se fuera de un bar después de haberse tomado un vinito. La sujeto cuando pasa por mi lado, con más fuerza de la que me hubiera gustado. Le digo:
-¿Y no puede ser el comienzo de una bonita amistad?
-Es mejor que no nos veamos por un tiempo.
Cuando ya está en la puerta le grito:
-¿Cuánto tiempo?
Pero ya se ha ido. Cojo el vaso y vuelvo a mirar a través de él. La veo encima, debajo, por los lados, la veo en mis mismos ojos. Quiero arrancármelos, como el hombre de los Rayos X cuando le gritaban: “arráncatelos, arráncatelos” y se los arrancaba con las manos. Para ver con nitidez y no con ojos de cristales sucios de vasos vacíos.
Sara llora sin lágrimas, está vacía, seca, como el vaso del que habla.
- Yo solo quería que todo fuera perfecto.
- Lo que depende de ti puede ser aceptable. Nada es perfecto – sentencia Maite y así termina la decimonovena sesión de terapia de grupo.

La doctora saca una pequeña almohada del armario y la coloca en una silla frente a Sara.
- Díselo a ella.
- El qué.
- Lo qué me estabas contando a mí.
- ¿Que la echo de menos pero que ya no sé si es amor o costumbre?
- Eso y todo lo que no te gusta.
- Qué es vaga, mentirosa, interesada…
- A ella – dice la doctora señalando a la almohada – A Raquel.
A Sara está a punto de darle la risa, pero está demasiado enfadada.
- ¿Ella es Raquel?
- Dile todo lo que sientes sin miedo a que te odie por ello.
- Ya le he dicho mil veces en persona lo que siento, no necesito desahogarme con un cojín.
- Ella –la doctora señala de nuevo a la almohada- no te va a juzgar, entiende tu rencor, va a asumir su culpa. Ella, te escucha.
Es ridículo. Totalmente ridículo. Ojala fuera tan fácil echar toda su rabia fuera.
- Inténtalo – la doctora parece oír sus pensamientos.
Sara comienza a meterse con la almohada de la silla, al principio un poco sobreactuada:
- ¡¿Por qué!? ¿Por qué, maldita seas? ¿Por qué has dejado de quererme? ¿Por qué no podemos volver a ser felices? ¿O es que no hemos sido felices nunca? ¿Eh? ¿Me mentías? ¿Me mentías? ¡Dí!
La almohada no contesta nada así que al cabo de un rato Sara deja de hacer preguntas y le echa cosas en cara.
- Yo tiraba de la relación, yo te compraba regalos sin venir a cuenta, tú nunca tuviste un detalle, tú eras primero tú, luego tú y siempre tú.
Como la almohada no se defiende Sara habla de sí misma, de lo que quería, de lo que esperaba, de su propio fracaso. Asume su parte de culpa, escribiría la doctora. Luego le pide perdón, le dice que le vaya bien, que ya está bien de hacerse daño, que así no pueden seguir, que encuentre su camino.

Una semana después Elena le lleva unas hojas del almendro del parque a Sara. Están en el taller de barro. Sara había comenzado modelando un cuerpo de mujer. De Raquel, por supuesto. Un día, en un ataque de celos le había deformado los hombros y el cuello, aplastado la cabeza, amputado las piernas y arrancado los pechos. Con estos cambios y algunos retoques la figura que modelaba Sara se había convertido en algo parecido a un árbol, por eso Elena le lleva unas hojas:
- Por si quieres mezclar arte y naturaleza. Es un recurso que hizo mucha gente. Picasso hacía esculturas con cosas de vertederos y luego les daba yeso.
Sara sonríe, se siente fuerte y crecida por su talento artístico, como Picasso, así que esa noche se acuestan. La habitación deja de ser fría, oscura y hostil. Se tocan para reconocer sus cuerpos y notan como la vida vuelve a ellos. Encuentran estrellitas en los ojos, émbolos en la tripa. Se entienden y vuelan y comparten. Viven un momento de mística comunión. Y después la noria de la tripa para un instante. ¿Qué estoy haciendo? Sara duda sobre si ducharse o no. Se siente como una cerda pervertida. Tiene la piel caliente y pegajosa, es una piel asquerosa y confortable como una camisa usada. Frente a ella está la puerta entreabierta del baño, el sudor seco de la espalda cobra vida y le resbala como escarcha derritiéndose en un cristal. Siente un escalofrío. Elena duerme. Le acaricia el lóbulo de la oreja. Elena ronronea. Quiere decirle palabras dulces, oler su pelo. No. Esta vez no. Cualquier movimiento puede arrojarla de nuevo al precipicio, el imán está ahí, pero se aferra a las sábanas, los nudillos trasparentan el hueso, no se moverá, no caerá de nuevo. No más susurros, no más promesas, no más dolor.
Llega la mañana, la luz blanquecina se filtra con desgana entre las persianas y motea la cama aquí y allá. Elena hace con que está medio dormida o como que acaba de despertarse por un ruido inesperado. Bosteza y un halo de vaho sale de su boca como si fuera un alma huyendo de un cuerpo. Sara piensa en abrazarla trágicamente como en una tv movie pidiéndole perdón, o que se vaya o que huyan y tengan un hijo con inseminación artificial, cualquier cosa que pueda vincularse a grandes sentimientos y no a vulgares mezquindades. Elena se despereza exageradamente y luego se arropa con la manta, es un gesto de sumisión en vez de la indiferencia que Sara está buscando. Sabe que Elena está esperando. “Ha sido un buen polvo, gracias, me hacía falta”. Es lo único que puede decirle. Sara se sienta en la almohada, apoyada en la pared, y mira hacia el lado, hacia la ventana, entrecerrando los ojos como si su débil chisporroteo pudiera deslumbrarle. Su figura queda tenuemente oscurecida por el contraluz. Se abraza las rodillas bajo las mantas, encogida como un feto. Un brillo de admiración rebota en su nuca, una mirada cargada de súplica. Mierda, se dice Sara. Si los ojos de Elena le hubieran escupido despecho quizá ahora no le entrarían tantas ganas de humillarla. Puede decir una palabra, una broma, una disculpa o una mentira y el aire se volvería respirable en esa habitación y el calor se le metería en las venas a ese cuerpo pálido que se ahoga en el ridículo haz de la ventana. Se levanta de la cama y se exhibe desafiante y provocativa. Elena aprieta las comisuras del labio, como de papel mojado. Al entrar en el baño el calor que le había dado la soberbia se le va del cuerpo de repente. A solas, con el grifo abierto, sentada en la taza del váter y arropada con una toalla se siente miserable y pequeña, como un insecto. El agua esta tibia en vez de caliente y no deja de tiritar. La bañera parece gris aunque es blanca. Oye como Elena cierra cuidadosamente la puerta de la habitación. Sale del baño y se queda plantada en medio de la habitación con los brazos yermos a lo largo del cuerpo, mirando a la puerta, a la cama, a la ventana, sintiendo como se le seca la sangre en las venas. Luego baja del todo las persianas y se mete en la cama, las sábanas están espesas como agua sucia. Pero el agua sucia también pasa. También se va.

Sara no vuelve a hablar con Elena hasta el día de su despedida, ambas se disculpan e intercambian teléfonos para apoyarse mutuamente cuando estén fuera. Ninguna da su número verdadero.
El último día, el de su despedida, Sara sube al escenario improvisado en la pequeña sala de reuniones del hospital. La gente contiene la respiración, asiente, traga saliva, baja la vista, frota las manos contra el pantalón, tensa el empeine del pie.
- Me llamo Sara Duarte y no estoy enamorada.
Después, Sara se acerca a la doctora, quiere regalarle la escultura del árbol, que al final es una especie de pájaro mitológico.
- Es mejor que te lo lleves tú, te servirá de recuerdo y de refuerzo también.
Seguramente todos los que se van quieren regalarle algo, maquetas o especieros decorados.
Sara atraviesa la recepción del hospital, ahora la ve menos gris, el sol brilla fuera, nítido y espléndido, dándole la bienvenida a la vida, nota la sangre en las venas como savia nueva. A raudales. Sale afuera, hace mucho calor, sus poros se abren, trata de coger una gran bocanada de aire. Puede ir a darse un baño a una piscina antes de volver a casa, y luego dedicarse una buena cena…Entonces ve un coche parado al otro lado de la calle. Un coche como el de Raquel. Alguien se mueve en el interior. ¿Saluda? Quizá ha venido a buscarla. No, no es ella. Es su coche. Raquel, Raquel, Raquel. O a ingresar. A todo el mundo puede pasarle. Sara se queda inmóvil sin saber qué dirección tomar.

viernes, junio 06, 2008


Vicente decide que si el semáforo está verde se lo dirá hoy. Se asoma a la ventana. Está verde. Intermitente pero verde. Le va a pedir salir a Adela. En la última carta le decía que tenía muchas ganas de verle. Él no le ha contado que le han comprado una vespa, para que se lleve la sorpresa y para impresionarla. También se le ha desarrollado la nuez, no sirve para mucho pero le hace parecer interesante.

Llega al portal de Adela a las 20:02. Capicúa. Está claro que el destino está de su parte. Mientras espera a que baje juega a dar a una lata con una piedrita. Se dice que si le da con la siguiente, Adela le va a decir que sí. Falla. Entonces es a dos de tres. Lo consigue. Adela caerá en sus brazos.

Se apoya en la moto de la forma que le parece más atractiva o indicada según los cánones de publicidad de perfume masculino. Es difícil hacer compatible esta postura con la exhibición de su nuez. En estas anda Vicente cuando sale Adela del portal. Joder, cómo se ha puesto. Está tremenda. El pelo, la piel, las piernas, las tetas. Dios, que tetas. Se lanzan a abrazarle.

-Qué ganas de verte. ¿Y esta moto? No veas si mola, ¿no?

Vicente tiene un nudo en la nuez.

-Eh, qué pasa, tía. – le dice

Adela se monta en la moto. Si se agarra a la cintura es que quiere salir con él. Y Adela se abraza, vaya que si se abraza. Vicente siente en la espalda sus tetas achuchadas.

Paran cerca del puerto. Un paseo, al atardecer, junto al mar…Es el marco más apropiado. Es romántico. Es un buen sitio para declararse y no olvidarlo jamás. Adela le contaría a sus hijos en la cena de su aniversario de bodas: vuestro padre se me declaró en el puerto de Santander, dónde iba de vacaciones. Y alguna mujer de la mesa de al lado les miraría con envidia.

La marea está baja. En el tema de las mareas nunca se sabe qué es lo bueno. Qué esté alta o baja.

-Qué chulo, ¿eh?- Adela señala un yate a lo lejos. Vicente está pendiente de la frenética actividad bajo los grandes trípodes de carga y descarga.

-Mola- contesta.

Las grúas suben y bajan en una coreografía perfecta. Los estibadores van y vienen con una peculiar cadencia, solo falta que se pongan a cantar, como en un musical. Dos gaviotas se posan sobre un montón de bidones. Todo es una gran señal. El amor esta ahí. En ese momento.

Entonces, un gran estruendo, como de 1000 cadenas cayendo desde 1000 metros de altura, suena a la par que Vicente dice:

- Te quiero, Adela.

Han comenzado a descargar la chatarra. Adela achina los ojos para que se le abran los oídos.

- ¿Qué?

- Que te quiero.

El sonido de 100 conciertos de música heavy suena a la par que sus palabras y les envuelve como el olor a salitre del mar.

Adela tira de él para que se aparten del ruido. Cuando llegan a la moto, Adela le mira con una gran sonrisa:

- Déjame en el centro, anda, que he quedado.

- Con quién.

- Con Salva, el catalán, estamos enrollados, bueno, saliendo.

- No me habías contado nada.

- Tampoco ha surgido el momento. ¿Qué te parece?

- Guay.

La matrícula de la moto es la fecha de cumpleaños de Adela, 28 02. En la nuez de Vicente bailan kilos de chatarra incandescente. Y le bajan hasta el estómago sin hacer ruido.

viernes, abril 18, 2008

El extrañamiento


LA BUENA SUERTE

Los dos hombres juegan a las tragaperras en un bar freiduría de la calle Bravo Murillo. Están el uno junto al otro, cada uno en una máquina. El sonido de feria de las máquinas y la voz metálica que dice: “Avance, avance. Uno, dos, tres”, se mezclan con el tintineo de tazas y cucharillas que el camarero pone sobre las hileras de platos. La mayoría de la gente está sola y no habla. Entra un señor con una mochila y gafas, se parece a Valle-Inclán. El camarero, al verle, le pregunta en un grito:
-¿Coca-cola?
De los hombres de la máquina hay uno joven y uno viejo. Además, un chino con los dedos amarillos de fumar, porque no para de fumar, está tras el viejo asintiendo con cara de listillo. El viejo está nervioso. La máquina es demasiado moderna y no sabe aprovechar la jugada especial de la parte superior. Son luces formando un laberinto con dibujos de pirámides egipcias y un panel de momias, tesoros y faraones. Mira constantemente a la máquina de al lado. El hombre joven, impasible, introduce monedas de forma automática y da a los botones como si tuviera pensado cada movimiento desde antes de salir de casa.
- Esa es más fácil – confiesa el viejo. El joven le hace un gesto para que cambien de sitio pero el viejo niega con la cabeza rotundamente, como si le tomaran por tonto.
El señor que se parece a Valle-Inclán murmura algo a las dos porras y a la palmera de chocolate que lleva en un plato, están ya mordisqueadas, seguramente se lo dan por caridad. Se sienta en uno de los taburetes del ventanal que da a la calle. Come y mira a su alrededor con avidez.
El chino que fuma sin parar trata de aconsejar al viejo sobre las jugadas, señala varios botones luminosos asintiendo con vehemencia. El viejo da una manotada al aire como para espantarle y dice a nadie en particular:
- Este lo que quiere es que le caliente la máquina para llevárselo él. Pues está listo.
El hombre joven le mira sin hacerle mucho caso, tiene la próxima moneda en el filo de la ranura, la introduce, le faltan varios dedos de la mano derecha. De hecho, solo tiene el pulgar y el dedo corazón. Los dos más pequeños están totalmente amputados y donde debería estar el índice hay un muñón arrugado. La verdad es que no tiene pinta de dedicarse a un peligroso trabajo manual. Lleva un traje, más bien barato pero un traje, su complexión es desgarbada, la piel fina, los gestos no son rudos: ese hombre no ha manejado en su vida una radial o un martillo hidráulico.
“Avance, avance. Uno, dos, tres”, suena la máquina del viejo.
El hombre joven de los dedos amputados trata constantemente de que le salgan tres fresas. No es la jugada con mayor premio pero él siempre pulsa los botones para mantenerlas en la línea de premio. Una superstición, quizá. También puede haber sido un accidente casero, colocando una ventana tal vez. O algo le aplastó la mano. No, no es eso. Allí dónde está el corte hay algo de desgarro, como la mordedura de un animal, no es un corte limpio. Se acerca a la barra a cambiar. El chino mira codicioso la máquina vacía pero se mantiene en la chepa del viejo. El joven le da al camarero un billete de cinco, lo entrega con su mano derecha, con total naturalidad. El camarero parece no darse cuenta. Una joven sudamericana pide que le cobren impacientemente. Está embarazada y de mal humor. En cambio, en el taburete de al lado, una mujer del servicio municipal de limpieza, con el traje fluorescente puesto, se come feliz un croissant con café. Se la nota radiante.
“Avance, avance. Uno, dos, tres”. El chino hace insistentemente el número tres con los dedos de una mano, mientras con la del cigarro apunta a una momia y a una casilla iluminada. El viejo frota sus dos últimas monedas entre sí, como si el roce les cargara de poderes, en la última jugada suena una musiquilla oriental. Quince euros. Gira la cabeza hacia el bar, orgulloso de su premio. Sonríe con su cara arrugada y seca, no es un gesto en el que se sienta cómodo. Le da un codazo con familiaridad al joven y mira con soberbia al chino, que se comporta como si el dinero fuera suyo. El viejo se lo juega de nuevo en un abrir y cerrar de ojos y lo pierde todo.
Es entonces cuando al hombre joven de los dedos amputados le salen tres ciruelas en la línea de premio. Se acumulan en su contador doce euros y a partir de ese momento todas las partidas tienen premio. No dejan de caer monedas, exactamente los ciento cincuenta euros del bonus especial que anuncia la máquina. El chino da una larga calada a su cigarro y lo consume hasta la colilla. El viejo dice a cada rato:
- Te lo dije, te lo dije.
El joven recoge su premio arrastrando las monedas hacia la mano sana y guardándoselo directamente en los bolsillos del pantalón. Llenar el bolsillo izquierdo con la mano derecha le resulta más trabajoso y se le cae alguna moneda que recoge con paciencia. El chino también se agacha a recoger un euro del suelo y se lo tiende, el joven la coge con su media mano, sonríe y la echa en la máquina del viejo guiñando un ojo.
“Avance, avance. Uno, dos, tres”. Las pirámides, las momias, los faraones, todas las luces empiezan a moverse y a brillar y a dar vueltas y a sonar las mil y una noches.
Durante unos segundos en el bar freiduría de la calle Bravo Murillo se para el tiempo y se convierte en un escaparate de maniquíes estáticos, los clientes miran en silencio a las tragaperras; mientras, el viejo, el chino y el hombre joven de los dedos amputados aparecen iluminados por la gran bola de la discoteca de la chatarra. Cuando todos vuelven en sí, el viejo pega una patada a la máquina y la zarandea con las manos.
- Oiga, que el dinero es suyo – le dice el joven.
- Métetelo por dónde te quepa – le contesta el viejo y se va muy enfadado. El hombre que se parece a Valle-Inclán suelta una sonora carcajada.
El chino comienza a verter sobres sí montones de monedas haciéndose un embozo con el jersey ante la mirada atónita del hombre joven.
- Tráete eso para acá, que necesitamos cambio – gritan desde la barra.

lunes, febrero 11, 2008

La metáfora de situación

Al día siguiente, Marisol se sentó frente a la pantalla del ordenador y escribió: “Se busca perro cocker de 8 años. Es de color negro con una mancha blanca en la tripa. Responde al nombre de Rufo. Le queremos mucho”. Borró rápidamente la última frase y escribió algo distinto. Rufo era de su ex y lo habían criado juntas. Luego, la otra se había largado y le había dejado al chucho. No tenía valor para abandonarlo o sacrificarlo pero lo consideraba un verdadero incordio.

En la plaza dónde había desaparecido, un par de sombras muertas de frío paseaban encogidas mientras sus perros olfateaban el suelo mojado. Marisol pegó el cartel en farolas y árboles. Como la foto era en blanco y negro no se distinguía bien al animal, pero pensó que bastaría.

En la mampara gris que separaba su puesto de trabajo del resto aún estaba la foto de la pareja con el cachorro. Marisol no la había quitado tras la ruptura para no tener que dar explicaciones. También había unas pegatinas de los bollos y entradas de cine.

Nadie llamó ese día. Regresó dando un paseo, sin prisa porque no tenía que sacar a Rufo. Al entrar en casa se sintió liberada y un poco culpable.

Se despertó en el sofá a las tres o las cuatro de la mañana. Hacía frío. En la tele tienda un tío exhibía sus abdominales. Marisol acarició un cojín y se lo llevó a la cama para que hiciera bulto. La costumbre.

El grifo de la ducha le devolvía la imagen de su cuerpo deformada, abombada, como los espejos esos del parque de atracciones. El vapor invadió el baño y lo borró prácticamente todo. Al cerrar el grifo el silencio era atronador, como si las ondas estuvieran huecas. Encendió la radio. Una voz de hombre recitaba titulares. Trató de imaginarse al periodista en el estudio, con los cascos enormes y los micrófonos y un jersey verde.

Esa noche se emborrachó con sus compañeros. Estaban en un pub irlandés con mucho humo y ella contó lo de Rufo. Bebieron a su salud. Una pareja se metía mano descaradamente en una mesa, no actuaban con precisión, era más el hecho de sobarse, de mostrar su deseo públicamente. Oyó a uno de los chicos con los que iba decir “sándwich de pavo” mientras otro miraba fijamente su culo. De camino a casa se paró en uno de sus carteles: “se gratificará” ponía al final. Marisol se fijó en unos mendigos que dormían junto a la entrada del parking y le entraron muchas ganas de bronca, de que la atracaran o algo así, de violencia suya o contra ella. Rufo también la sacaba de quicio, era un perro maniático. Ponía el hocico en su rodilla hasta babearle el pantalón y no se movía. Cuando volvía de madrugada, como aquella noche, se tiraba una hora ladrando a la puerta: “si ya estoy en casa, porqué ladra a la puerta”, pensaba Marisol.

Llamaron al trabajo, por el anuncio del perro. Que si quería un cachorro. Carroñeros hijos de puta.

El fin de semana lo dedicó a limpiar los armarios, comprar velas y bombillas, reciclar aceite e ir a la peluquería. Su ex no le cogía el teléfono y le dejó un mensaje en el contestador:

- Rufo se ha perdido. A lo mejor está muerto. Pero a ti te da lo mismo porque eres y has sido siempre una egoísta. Conmigo el pobre ha estado bien y te juro que si le pasa algo es por tu culpa, por no haberte preocupado. Por lo menos devuélveme la llamada para ver como estoy.

Tiró la comida y el agua que aún estaban en los cuencos del perro. Luego llamó a un chino pero colgó antes de hacer el pedido y se propuso adelgazar. Hacía tiempo perdió cuatro kilos tomando solo jarabe de arce durante diez días.

La semana siguiente fue un bloque informe, sin matices. Trabajó sin apenas levantar la vista, bebió jarabe de arce, vio la tele y jugó a la Play Station para matar el tiempo. Entre un día y otro pasaba una vida entera que por la mañana se olvidaba, como quién quita una pelusa de un abrigo. Y luego, vuelta a empezar. Aguantó siete días con estoicismo, se sentía como si tuviera que atravesar un desierto. Perdió dos kilos. En el trabajo alguien le dijo que tenía mala cara.

Una mañana se imaginó corriendo con Rufo por una playa larga y blanca. Llamó a la perrera: no, no habían encontrado ningún cocker. Hizo copias del cartel con la foto en color. Por la mañana y por la tarde salía a pegarlos por ahí, en las paradas de autobús, en las tiendas de animales y en los comercios del barrio. También mandó un a-mail a toda la oficina. A Marisol le daban palmadas en el hombro y ella sentía que flotaba como un globo de feria.

Pasado un mes y medio visitó un albergue. En las jaulas, perros de orejas caídas se revolvían nerviosos y se pegaban a la reja buscando el calor de sus manos. Algunos simplemente tiritaban ateridos. Uno hacía monerías en cadena, sentarse, dar la pata, hacerse el muerto. Marisol recorría los pasillos con urgencia, casi por compromiso, no quería ver más aquello. Entonces le vio. Rufo estaba de pie, tranquilo, casi sonriendo. La saludó con un alegre aleteo de rabo y se tumbó en la arena como pidiendo que le hicieran cosquillas, después se impacientó y se puso a ladrar con fuerza. A Marisol se le caían lágrimas y daba saltos de alegría. Abrieron la puerta y se lanzaron uno contra otro, se abrazaron, se besaron, jugaron como en los momentos felices que en las tv movies aparecen proyectados en 8mm. Aquel perro no tenía la mancha blanca de la tripa pero daba igual.

lunes, enero 21, 2008

La disgresión

- No me puedes dar esto- dije esgrimiendo un boquerón en las narices del pescadero.

Y continué:
- Sabes que estoy en paro y no te pido que me regales nada ni que me tengas compasión, solo pido un poco de humanidad, un poco de ser personas, nos vemos todos los días, comemos lo que nos das y no tienes la decencia de decir, “boquerones, no, Paula, llévate unas pijotas hoy”. No miras a la cara de la gente ni a la de los peces ni a nada que no sea tu bolsillo. La gente somos más que eso, la gente somos personas y necesitamos que nos cuiden.

Me acerqué a un chico de treinta años que llevaba gafas y una carpeta azul y acompañaba a su madre a la compra.

- Solo pido un poco de humanidad.

El de las gafas apartó la vista y sujetó del brazo a su madre. A su edad, con esas gafas, esa carpeta, del brazo de su madre. Yo antes trabajaba en una peluquería. Tenía un compañero llamado Iván, llevaba unas enormes gafas marrones de pasta y debía tener alguna pasión oculta: los cómics porno, coleccionar navajas o quizá construía muebles con material reciclado. Hablaba poco y no se reía nunca. Me gustaba su cinturón para los peines, me dijo que se lo trajo de Londres.
En la pescadería del Supermercado, la gente me miraba como si estuviera loca. Faustino, el pescadero, que al principio estaba asustado, ahora sonreía como si estuviera en un programa de cámara oculta. Tenía los brazos en jarra, con los puños en la cadera. Un pequeño trozo de carne viscosa se posaba uno de sus puños. Agitó la mano:

- Ya está bien, Paula, todo el mundo tenemos problemas.

Me fijé en que en las uñas llevaba un ribete de sangre reseca. La vista de la unión del pelo con el cuero cabelludo es algo desagradable, blando, prenatal, extraterrestre. Por eso odio los tintes pelirrojos. Si les lavo el pelo siento que estoy removiendo las vísceras craneales del cliente. A mi jefe no le gustaba que llamara a los clientes “clientes”. Había que llamarles por su nombre de pila, sobre todo si son diminutivos: Josito, Patxi, Susi. Mi jefe era calvo y tenía dos bulldogs franceses. Creía en el Feng Shui. Los clientes (Toñín, Cuca) solían hablarme de sus casas, sus viajes, sus perros con Paula. Yo me inventaba revistas que había leído para que la conversación no se marchitase. O les contaba lo que me había dicho otro cliente: “He leído que Etiopía es precioso, en cuanto a paisajes, luego debe ser difícil ver la situación en la que viven”. Es como si traficara con las ideas de unos y de otros. “”Ibiza es genial fuera de temporada”, “El bengué, a mí me encanta el bengué”. Mi jefe prefería tocar temas personales. Se sabía la vida de todos y les daba lecciones de autoayuda. Les decía frases como: “Deja que el río siga su curso”, “es peor la indecisión que equivocarse”, “cuando menos te lo esperes, pasará”.

Además del chico aferrado a las faldas de su madre, había un par de personas más en la pescadería de Faustino. Una vieja que había sustituido sus labios por un pegote de carmín rojo y otra mujer, de cabello ralo, que vestía un abrigo de astracán bajo el que se veían los pantalones del pijama y unas zapatillas negras.

- Cámbiale el boquerón, Faustino, que no tenemos toda la mañana- dijo la mujer del pijama.
- Si no es el boquerón, Juana, es el número que me está montando. Tú sabes que yo soy un trabajador honrado y no me merezco que una tía loca venga a espantarme a los clientes- contestó el pescadero.
- Es injusto. Sólo digo que es injusto. Todos somos parte de lo mismo. Tú, yo, estos señores. Los peces son como tú y como yo.

Yo esperaba que alguien se solidarizara conmigo pero no sucedió y me daban banas de llorar de impotencia. Miré las ristras de peces sobre el hielo, brillantes, ordenados, muertos, apetitosos. Un montón de brazos de pulpo. Con esas ventosas que parecían pequeños anos rosados. Los cangrejos hacinados en varias cajas se revolvían agonizantes. Era dantesco, acabarían ardiendo en el infierno de la cazuela. Levantaban las pinzas y se pisaban unos a otros. Movían las patas como si fueran picos de pájaro pidiendo comida. La otra chica que trabajaba en la peluquería, Miriam, era gogó en un afterhour los fines de semana. Se sentía muy orgullosa. Compraba ropa y complementos a diario: “La ropa es lo de menos, lo que te da el look son los complementos”, solía aconsejarme. Miriam conocía a todos los gays de la ciudad. No hablaba bien de ellos. De las chicas tampoco. No hablaba bien de nadie porque creía que todos la envidiaban. Decía que a los heteros les asustaba una chica como ella.

- ¿Quién va ahora?- dijo Faustino. Los clientes se reagruparon a un lado del puesto y me dejaron sola. Solté el boquerón que aún llevaba en la mano.
- Ponme dos lenguadines- dijo la madre del cobarde de gafas.

De pronto, una alegría parecida a la venganza me invadió de lleno. Se me aceleró el corazón, me cosquilleaban las manos. Noté un vacío en medio del pecho, lo llené de aire para darme valor, apreté los dientes, cogí fuerza y agarré los cajones de los cangrejos y los vertí en suelo uno a uno. La señora del pijama pegó un alarido. De entre los montones caídos comenzaron a removerse decenas de cangrejos como muertos vivientes y, al verse libres, comenzaron a correr histéricos en todas direcciones.

- ¡Corred, corred! – gritaba yo bailando con alboroto como una niña entre columpios.

Los cangrejos corrían, la gente se apartaba y empujaba las estanterías de los alimentos. Las cajas caían. La vieja se desmayó. El guardia de seguridad blandía su porra en el aire comos si los cangrejos volaran. Un cliente, se llevó un porrazo y llamó a la policía. Los dependientes salían de los mostradores, Faustino, a gatas, hizo una trinchera con paquetes de arroz para acorralar a los bichos que no tenían fuerzas para huir. La cola de la caja rompió filas y la madre y el hijo se colaron con dos lenguados robados. Algunos cangrejos salieron a la calle. Uno se coló por una rendija que debía dar al almacén de la ortopedia. Seguramente no sobreviviría, no tendría una muerte heroica pero al menos había escapado de su destino. Moriría aplastado por una prótesis de rodilla en lugar de apartado junto a los guisantes en el plato de un niño.
Yo cogí un cangrejo y lo metí en mi bolso. Para salvarlo. Lo llevaría al mar y empezaría una nueva vida. Luego atrapé a otro. Los soltaría juntos, procrearían, surgiría una nueva especie.

viernes, enero 18, 2008

La rana de Coney Island

Decidieron que irían al cine a la sesión matinal y luego a un autoservicio de lavandería porque Elena nunca había estado. Habían cargado con los edredones desde su coche y allí estaban: Elena como una niña en el museo de ciencias naturales y Javier como un profe en el museo de ciencias naturales. Sólo había otro hombre, que hacía una sopa de letras mientras esperaba. Sacaron unas cervezas y se sentaron frente a su programa de lavado. Pasaron unos segundos en silencio, mirando a la máquina y dando algún trago a la cerveza. Entonces Elena, casi de improvisto, chocó su lata con la de él.

-Por las palomitas gratis.

Javier se asustó un poco pero reaccionó rápido.

- Ah, ya te dije que mi amiga era muy enrollada. Nos conocemos desde pequeños, casi.

-Me he puesto morada, ahora tendré que hacer dieta de muesly durante una semana.

-Exagerada eres, mujer.

Pero la verdad es que Elena tenía carnes demás. Y papada. Y era mayor. Cinco años más que él.

Ella se rió como acordándose de algo.

-Qué buena la peli. Cuando entra el novio en la habitación.

Javier asintió sonriendo y luego se quedó mirando con gravedad hacia el infinito.

-Así gira la vida-musitó.

Elena trata de averiguar qué extrañas señales está percibiendo Javier del cajón del detergente.

-La vida son círculos-continuó él-no es estar arriba o abajo. Hoy estás aquí y mañana allí. Girando. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Claro que le entendía. Ahora iba a contarle otra vez cuando fue campeón de tiro. Apenas habían hablado una docena de veces y ya se repetía como los abuelos de la guerra. ¿Era eso lo que Elena quería para su vejez? ¿Estar dando vueltas como un calcetín alrededor del eje de la lavadora?

-Sí. Que lo importante es el camino, no la meta.

¿De dónde sacaba aquella mujer las frases? ¿De un manual para ser Paulo Coelho? Además no se refería a eso. Eso le sonaba a lo de ”lo importante es participar”.

-Sí, claro, lo importante es participar, no te jode- Javier bebió de su lata.

- Y a ti no te gusta perder ni a las chapas ¿no?- Elena fue a la máquina, echó el suavizante y se sentó de nuevo.

No tenía que haber dicho eso, pensó cada uno por su lado.

- ¿Te he contado lo de Coney Island? – preguntó Javier

- No, ¿qué te pasó?

Se había pasado dos horas jugando en los puestos de la feria sin fallar un solo tiro. Llegó al hotel con un montón de regalos y una bolsa entera de ranas de plástico, de esas que tienen una pestaña atrás para hacerlas saltar con el dedo. Sólo le quedaba una. Era más importante que cualquier medalla que hubiera ganado con anterioridad.

Elena escuchó la historia con atención pero no dijo nada. De pronto, se levantó y enfocó su oreja hacia algún punto.

- Suena como música ¿lo oyes?

Las máquinas de lavado trabajaban al ritmo de su propio chunda chunda. Elena dio unos pasos de cha cha chá. El otro hombre y Javier la miraron extrañados.

En la calle empezó a llover y el repiqueteo de las gotas contra el suelo sonaba como aplausos.

Las carnes del culo le temblaban a aquella mujer como un trozo de gelatina sobre una lavadora centrifugando.

- ¿Sabes que una vez vi actuar a Celia Cruz?- dijo Javier.

- Ven, que te enseño – contestó Elena.

Javier se levantó de mala gana y ella trató de enseñarle unos pasos. Qué tío soso, tenía el mismo ritmo que un ladrillo envuelto en cemento. Sonreía como si fuera guapo. Se afeitaba, se peinaba y se vestía como si fuera guapo, pero no lo era. Bailaban agarrado de la cintura él, del hombro ella.

En un momento dado, arrimaron las caderas. Sus movimientos eran muy lentos. La lavadora centrifugaba a toda potencia. Diluviaba fuera. Se miraron a los ojos. Sonó el clonk del final del lavado. Elena se separó suavemente y dijo:

-Salvados por la campana.

Se puso a sacar los edredones de la lavadora, cuando se volvió hacia Javier él le estaba ofreciendo su ranita de Long Island. Ella soltó la ropa y le abrazó. Se besaron apasionadamente, girando como bailarinas de una caja de música, pisoteando las telas en el suelo.

- Va a haber que lavarlos otra vez.

- Tenemos todo el tiempo del mundo.

viernes, diciembre 21, 2007

Los impertinentes

Al abrir la puerta sonó un fuerte cascabeleo encima de mi cabeza. Un sitio así tenía que ser especial. Aquellos objetos de latón chocando entre sí para avisar al dependiente de mi presencia me hicieron pensar que aquella tienda era un lugar con encanto. Un hombre de unos cincuenta años, que parecía sacado de una foto antigua, emergió de un fondo plagado de muebles, lámparas, libros y adornos que pertenecían a la misma foto gastada. Como de cuento, recuerdo que pensé.

- ¿Qué desea la señorita?- “Señorita”.
- Busco unos impertinentes ¿sabe lo que son?

El hombre arrugó el gesto. Si aquello significaba que no lo sabía es que yo no estaba en el sitio adecuado. Mis impertinentes tenían que provenir de un lugar auténtico y especial. No debían ser un simple objeto, tenían que ser magia. El hombre miraba hacia arriba como si el techo estuviera plagado de estanterías de objetos pequeños como dedales.

- Tendría que hacer una llamada.

“Una llamada. Hacer una llamada puede significar que no sabe lo que son y necesita preguntar a alguien. Pero ¿por qué no me pregunta a mí? ¿Quizá se da cuenta de lo importancia que le doy a mi regalo y no quiere parecer un ignorante?”

- ¿A quién tiene que llamar?- le espeté secamente.
- Recuerdo que había unos nacarados, muy bonitos, nácar y dorado, muy bien conservados. Pero no me acuerdo dónde.
- Y va a llamar a alguien que sabe dónde pueden estar.
- Eso es.

Yo iba con la idea de que cuando buscas un regalo especial todo tiene que salir a pedir de boca. Los impertinentes me saltarían a los ojos. Se presentarían ante mí de forma clara e ineludible. Tener que hacer una llamada, buscar, esperar…Eso lo estropeaba todo.
- Si tiene que llamar no los quiero- El hombre arqueó las cejas, tenía aspecto de refugiado de la guerra, de haber pasado mucha hambre, por eso se había quedado casi en blanco y negro, sin el color del progreso. Asintió vehementemente y se dirigió a una vitrina.

Entonces pensé que en las historias fantásticas a veces hay reveses que hacen que parezca que el protagonista no va a cumplir con su destino. Pero luego se demuestra que aquella contradicción, aquel problema era imprescindible para llegar al tesoro. Así es cómo el héroe demuestra su convicción y se hace merecedor del premio. El hombre escudriñaba en una tercera vitrina plagada de cachivaches. Yo aguantaba estoicamente, convencida de la recompensa: en algún rincón oculto a los ojos de la gente vulgar, estaban los impertinentes más bellos de la historia aguardando a que yo fuera algún día a por ellos para regalárselos a mi novia en señal de amor eterno. Cuando una quiere demostrar amor eterno no vale con ir a un almacén y señalar una etiqueta. No. El amor verdadero requiere de….

- ¡He encontrado esto!- el hombre interrumpió mis pensamientos y puso algo negro sobre el mostrador.
- Esto es… ¡unos prismáticos!- le dije casi llorando de decepción.

El dependiente quitó rápidamente aquella basura de mi vista y se fue a hundir medio cuerpo en un viejo baúl. ¿Era aquello otra prueba o me estaban tomando el pelo? Empecé a dudar. Quizá aquel no era El Sitio. Era una tienda cochambrosa regentada por un ex militar alcohólico que quería sacarme los cuartos. Nada de lo que comprara allí impresionaría a mi amor, ninguno de aquellos enseres polvorientos podrían representar ni una infinitésima parte de la materia celestial que unía nuestros corazones. Tan ensimismada estaba en mis trágicos pensamientos que no me di cuenta de que el señor estaba de nuevo frente a mí. Le miré a los ojos y vi campos de batalla y riachuelos. Me conmovió. Le compraría algo, cualquier cosa, una ménsula o un tenedor. Su búsqueda no había dado los frutos que esperaba pero yo tenía amor dentro y debía ser generosa.
Él pareció entender la oferta de mi mirada y bajó la vista y allí, bajo su rostro y el mío, estaban ellos: los impertinentes. Nácar y oro. No cabía duda de que eran ellos. Era el regalo perfecto, el detalle único y extraordinario que ella merecía; la más grande prueba de amor.
Señalé un soldado de plomo y pregunté qué cuanto costaba. Me lo acercó para que lo viera. Saqué de mi bolso la pistola y le apunté. Seguramente no era la primera vez que le pasaba aquello, de hecho estoy segura de que es un superviviente, un elegido. Puse el dinero del soldado sobre la mesa y me lo guardé junto con los impertinentes. Hubiera dado la vida por aquel regalo, hubiera matado por él, pero no iba a ponerle un precio.