miércoles, agosto 15, 2007

La repetición

David entró en la habitación del hotel. Amanecía. Cerró la puerta sin sigilo, seguramente Iván le estaría esperando. La luz blanquecina se filtraba con desgana entre las persianas y moteaba la cama aquí y allá. Iván se hacía el medio dormido o el que acaba de despertarse por un ruido inesperado. Bostezó y un halo de vaho salió de su boca como si fuera un alma huyendo de un cuerpo. David pensó en lanzarse sobre la cama y abrazar a su novio trágicamente como en una tv movie pidiéndole otra oportunidad, jurándole que nunca más, que no era él era el alcohol, las malas compañías, el complejo de Peter Pan, cualquier cosa que pudiera vincularse a grandes sentimientos y no a sus pequeñas mezquindades. También se le pasó por la cabeza volver al antro del que venía y echar otro polvo, total, la faena ya estaba hecha.

David se sentó en la cama fingiendo ahora no querer hacer ruido. Se quitó las zapatillas y los pantalones. Por respuesta Iván se desperezó exageradamente y luego se arropó con la manta. Aquello no era indiferencia, sino sumisión.

David dudó sobre si ducharse o no. Si no se duchaba era un cerdo pervertido. Traía la piel caliente y pegajosa, era una piel asquerosa y confortable como una camisa vieja. Frente a él estaba la puerta entreabierta del baño, el sudor seco de la espalda cobró vida y le resbaló como escarcha derritiéndose en un cristal. Sintió un escalofrío,

Aunque no había hecho su papel de marido arrepentido, Iván esperaba los consabidos “dónde has estado”, “qué horas son estas”, “no aguanto más”, “qué es lo que quieres de mí” de sufrido cónyuge que prefiere ensalzar su abnegación a reconocer su fracaso. David le pidió a Iván que dijera algo. Iván no dijo nada, se sentó en la almohada, apoyado en la pared y miró hacia el lado, hacia la ventana, entrecerrando los ojos como si su débil chisporroteo pudiera deslumbrarle. Su figura quedaba tenuemente oscurecida por el contraluz. Se abrazaba las rodillas bajo las mantas, encogido como un feto. David, semirecostado en el colchón, trató de recordarle en poses más heroicas, por ejemplo cuando trabajaba en la peluquería y se movía como un bailarín, cortando el aire con los brazos, el cuerpo, las tijeras, o acariciándolo con lentos movimientos, como la danza misteriosa de las abejas.

Le vino a la mente otro día de invierno, ese mismo perfil, Iván en otro hotel, otra ventana y un contraluz que le hacía parecer un soldado de Alejandro Magno. No estaba seguro de si aquello era un recuerdo o una fantasía. Por un momento un brillo de admiración rebotó en la nuca de Iván, que devolvió la mirada a David, una mirada cargada de súplica. Mierda, se dijo David. Si los ojos de Iván le hubieran escupido despecho quizá ahora no le entrarían tantas ganas de humillarle. Podía decir una palabra, una broma, un perdón, una mentira y el aire se volvería respirable en esa habitación y el calor se le metería en las venas a ese cuerpo pálido que se ahogaba en el ridículo haz de la ventana. David podía sentir la necesidad de Iván, cómo se esforzaba por sentirle, por atraerle hacia él, por entrar en su mente con perfiles antiguos de Alejandro Magno. Pero no. En lugar de estrujarse el cerebro buscando excusas se dedicó a fantasear impunemente con los chicos orgullosos y comprensivos que le esperaban en las barras de los bares y con hombres exigentes y complacientes que acechaban en los lavabos.

David se levantó de la cama y se quitó la camiseta y los calzoncillos, exhibiéndose, desafiante y provocativo. Iván apretaba las comisuras del labio, parecían de papel mojado.

Al entrar en el baño el calor que le había dado la soberbia se le fue del cuerpo de repente. A solas, con el grifo abierto, sentado en la taza del váter y arropado con una toalla se sintió miserable y pequeño, como un insecto. El agua estaba tibia en vez de caliente y no pudo dejar de tiritar. La bañera parecía gris aunque era blanca.

David oyó como Iván cerraba cuidadosamente la puerta de la habitación. Salió del baño y se quedó plantado en medio de la habitación con los brazos yermos a lo largo del cuerpo, mirando a la puerta, a la cama, a la ventana, sintiendo como se le secaba la sangre en las venas.

Luego bajó del todo las persianas y se metió en la cama, las sábanas eran espesas como agua sucia.