viernes, diciembre 21, 2007

Los impertinentes

Al abrir la puerta sonó un fuerte cascabeleo encima de mi cabeza. Un sitio así tenía que ser especial. Aquellos objetos de latón chocando entre sí para avisar al dependiente de mi presencia me hicieron pensar que aquella tienda era un lugar con encanto. Un hombre de unos cincuenta años, que parecía sacado de una foto antigua, emergió de un fondo plagado de muebles, lámparas, libros y adornos que pertenecían a la misma foto gastada. Como de cuento, recuerdo que pensé.

- ¿Qué desea la señorita?- “Señorita”.
- Busco unos impertinentes ¿sabe lo que son?

El hombre arrugó el gesto. Si aquello significaba que no lo sabía es que yo no estaba en el sitio adecuado. Mis impertinentes tenían que provenir de un lugar auténtico y especial. No debían ser un simple objeto, tenían que ser magia. El hombre miraba hacia arriba como si el techo estuviera plagado de estanterías de objetos pequeños como dedales.

- Tendría que hacer una llamada.

“Una llamada. Hacer una llamada puede significar que no sabe lo que son y necesita preguntar a alguien. Pero ¿por qué no me pregunta a mí? ¿Quizá se da cuenta de lo importancia que le doy a mi regalo y no quiere parecer un ignorante?”

- ¿A quién tiene que llamar?- le espeté secamente.
- Recuerdo que había unos nacarados, muy bonitos, nácar y dorado, muy bien conservados. Pero no me acuerdo dónde.
- Y va a llamar a alguien que sabe dónde pueden estar.
- Eso es.

Yo iba con la idea de que cuando buscas un regalo especial todo tiene que salir a pedir de boca. Los impertinentes me saltarían a los ojos. Se presentarían ante mí de forma clara e ineludible. Tener que hacer una llamada, buscar, esperar…Eso lo estropeaba todo.
- Si tiene que llamar no los quiero- El hombre arqueó las cejas, tenía aspecto de refugiado de la guerra, de haber pasado mucha hambre, por eso se había quedado casi en blanco y negro, sin el color del progreso. Asintió vehementemente y se dirigió a una vitrina.

Entonces pensé que en las historias fantásticas a veces hay reveses que hacen que parezca que el protagonista no va a cumplir con su destino. Pero luego se demuestra que aquella contradicción, aquel problema era imprescindible para llegar al tesoro. Así es cómo el héroe demuestra su convicción y se hace merecedor del premio. El hombre escudriñaba en una tercera vitrina plagada de cachivaches. Yo aguantaba estoicamente, convencida de la recompensa: en algún rincón oculto a los ojos de la gente vulgar, estaban los impertinentes más bellos de la historia aguardando a que yo fuera algún día a por ellos para regalárselos a mi novia en señal de amor eterno. Cuando una quiere demostrar amor eterno no vale con ir a un almacén y señalar una etiqueta. No. El amor verdadero requiere de….

- ¡He encontrado esto!- el hombre interrumpió mis pensamientos y puso algo negro sobre el mostrador.
- Esto es… ¡unos prismáticos!- le dije casi llorando de decepción.

El dependiente quitó rápidamente aquella basura de mi vista y se fue a hundir medio cuerpo en un viejo baúl. ¿Era aquello otra prueba o me estaban tomando el pelo? Empecé a dudar. Quizá aquel no era El Sitio. Era una tienda cochambrosa regentada por un ex militar alcohólico que quería sacarme los cuartos. Nada de lo que comprara allí impresionaría a mi amor, ninguno de aquellos enseres polvorientos podrían representar ni una infinitésima parte de la materia celestial que unía nuestros corazones. Tan ensimismada estaba en mis trágicos pensamientos que no me di cuenta de que el señor estaba de nuevo frente a mí. Le miré a los ojos y vi campos de batalla y riachuelos. Me conmovió. Le compraría algo, cualquier cosa, una ménsula o un tenedor. Su búsqueda no había dado los frutos que esperaba pero yo tenía amor dentro y debía ser generosa.
Él pareció entender la oferta de mi mirada y bajó la vista y allí, bajo su rostro y el mío, estaban ellos: los impertinentes. Nácar y oro. No cabía duda de que eran ellos. Era el regalo perfecto, el detalle único y extraordinario que ella merecía; la más grande prueba de amor.
Señalé un soldado de plomo y pregunté qué cuanto costaba. Me lo acercó para que lo viera. Saqué de mi bolso la pistola y le apunté. Seguramente no era la primera vez que le pasaba aquello, de hecho estoy segura de que es un superviviente, un elegido. Puse el dinero del soldado sobre la mesa y me lo guardé junto con los impertinentes. Hubiera dado la vida por aquel regalo, hubiera matado por él, pero no iba a ponerle un precio.