lunes, febrero 11, 2008

La metáfora de situación

Al día siguiente, Marisol se sentó frente a la pantalla del ordenador y escribió: “Se busca perro cocker de 8 años. Es de color negro con una mancha blanca en la tripa. Responde al nombre de Rufo. Le queremos mucho”. Borró rápidamente la última frase y escribió algo distinto. Rufo era de su ex y lo habían criado juntas. Luego, la otra se había largado y le había dejado al chucho. No tenía valor para abandonarlo o sacrificarlo pero lo consideraba un verdadero incordio.

En la plaza dónde había desaparecido, un par de sombras muertas de frío paseaban encogidas mientras sus perros olfateaban el suelo mojado. Marisol pegó el cartel en farolas y árboles. Como la foto era en blanco y negro no se distinguía bien al animal, pero pensó que bastaría.

En la mampara gris que separaba su puesto de trabajo del resto aún estaba la foto de la pareja con el cachorro. Marisol no la había quitado tras la ruptura para no tener que dar explicaciones. También había unas pegatinas de los bollos y entradas de cine.

Nadie llamó ese día. Regresó dando un paseo, sin prisa porque no tenía que sacar a Rufo. Al entrar en casa se sintió liberada y un poco culpable.

Se despertó en el sofá a las tres o las cuatro de la mañana. Hacía frío. En la tele tienda un tío exhibía sus abdominales. Marisol acarició un cojín y se lo llevó a la cama para que hiciera bulto. La costumbre.

El grifo de la ducha le devolvía la imagen de su cuerpo deformada, abombada, como los espejos esos del parque de atracciones. El vapor invadió el baño y lo borró prácticamente todo. Al cerrar el grifo el silencio era atronador, como si las ondas estuvieran huecas. Encendió la radio. Una voz de hombre recitaba titulares. Trató de imaginarse al periodista en el estudio, con los cascos enormes y los micrófonos y un jersey verde.

Esa noche se emborrachó con sus compañeros. Estaban en un pub irlandés con mucho humo y ella contó lo de Rufo. Bebieron a su salud. Una pareja se metía mano descaradamente en una mesa, no actuaban con precisión, era más el hecho de sobarse, de mostrar su deseo públicamente. Oyó a uno de los chicos con los que iba decir “sándwich de pavo” mientras otro miraba fijamente su culo. De camino a casa se paró en uno de sus carteles: “se gratificará” ponía al final. Marisol se fijó en unos mendigos que dormían junto a la entrada del parking y le entraron muchas ganas de bronca, de que la atracaran o algo así, de violencia suya o contra ella. Rufo también la sacaba de quicio, era un perro maniático. Ponía el hocico en su rodilla hasta babearle el pantalón y no se movía. Cuando volvía de madrugada, como aquella noche, se tiraba una hora ladrando a la puerta: “si ya estoy en casa, porqué ladra a la puerta”, pensaba Marisol.

Llamaron al trabajo, por el anuncio del perro. Que si quería un cachorro. Carroñeros hijos de puta.

El fin de semana lo dedicó a limpiar los armarios, comprar velas y bombillas, reciclar aceite e ir a la peluquería. Su ex no le cogía el teléfono y le dejó un mensaje en el contestador:

- Rufo se ha perdido. A lo mejor está muerto. Pero a ti te da lo mismo porque eres y has sido siempre una egoísta. Conmigo el pobre ha estado bien y te juro que si le pasa algo es por tu culpa, por no haberte preocupado. Por lo menos devuélveme la llamada para ver como estoy.

Tiró la comida y el agua que aún estaban en los cuencos del perro. Luego llamó a un chino pero colgó antes de hacer el pedido y se propuso adelgazar. Hacía tiempo perdió cuatro kilos tomando solo jarabe de arce durante diez días.

La semana siguiente fue un bloque informe, sin matices. Trabajó sin apenas levantar la vista, bebió jarabe de arce, vio la tele y jugó a la Play Station para matar el tiempo. Entre un día y otro pasaba una vida entera que por la mañana se olvidaba, como quién quita una pelusa de un abrigo. Y luego, vuelta a empezar. Aguantó siete días con estoicismo, se sentía como si tuviera que atravesar un desierto. Perdió dos kilos. En el trabajo alguien le dijo que tenía mala cara.

Una mañana se imaginó corriendo con Rufo por una playa larga y blanca. Llamó a la perrera: no, no habían encontrado ningún cocker. Hizo copias del cartel con la foto en color. Por la mañana y por la tarde salía a pegarlos por ahí, en las paradas de autobús, en las tiendas de animales y en los comercios del barrio. También mandó un a-mail a toda la oficina. A Marisol le daban palmadas en el hombro y ella sentía que flotaba como un globo de feria.

Pasado un mes y medio visitó un albergue. En las jaulas, perros de orejas caídas se revolvían nerviosos y se pegaban a la reja buscando el calor de sus manos. Algunos simplemente tiritaban ateridos. Uno hacía monerías en cadena, sentarse, dar la pata, hacerse el muerto. Marisol recorría los pasillos con urgencia, casi por compromiso, no quería ver más aquello. Entonces le vio. Rufo estaba de pie, tranquilo, casi sonriendo. La saludó con un alegre aleteo de rabo y se tumbó en la arena como pidiendo que le hicieran cosquillas, después se impacientó y se puso a ladrar con fuerza. A Marisol se le caían lágrimas y daba saltos de alegría. Abrieron la puerta y se lanzaron uno contra otro, se abrazaron, se besaron, jugaron como en los momentos felices que en las tv movies aparecen proyectados en 8mm. Aquel perro no tenía la mancha blanca de la tripa pero daba igual.