viernes, abril 18, 2008

El extrañamiento


LA BUENA SUERTE

Los dos hombres juegan a las tragaperras en un bar freiduría de la calle Bravo Murillo. Están el uno junto al otro, cada uno en una máquina. El sonido de feria de las máquinas y la voz metálica que dice: “Avance, avance. Uno, dos, tres”, se mezclan con el tintineo de tazas y cucharillas que el camarero pone sobre las hileras de platos. La mayoría de la gente está sola y no habla. Entra un señor con una mochila y gafas, se parece a Valle-Inclán. El camarero, al verle, le pregunta en un grito:
-¿Coca-cola?
De los hombres de la máquina hay uno joven y uno viejo. Además, un chino con los dedos amarillos de fumar, porque no para de fumar, está tras el viejo asintiendo con cara de listillo. El viejo está nervioso. La máquina es demasiado moderna y no sabe aprovechar la jugada especial de la parte superior. Son luces formando un laberinto con dibujos de pirámides egipcias y un panel de momias, tesoros y faraones. Mira constantemente a la máquina de al lado. El hombre joven, impasible, introduce monedas de forma automática y da a los botones como si tuviera pensado cada movimiento desde antes de salir de casa.
- Esa es más fácil – confiesa el viejo. El joven le hace un gesto para que cambien de sitio pero el viejo niega con la cabeza rotundamente, como si le tomaran por tonto.
El señor que se parece a Valle-Inclán murmura algo a las dos porras y a la palmera de chocolate que lleva en un plato, están ya mordisqueadas, seguramente se lo dan por caridad. Se sienta en uno de los taburetes del ventanal que da a la calle. Come y mira a su alrededor con avidez.
El chino que fuma sin parar trata de aconsejar al viejo sobre las jugadas, señala varios botones luminosos asintiendo con vehemencia. El viejo da una manotada al aire como para espantarle y dice a nadie en particular:
- Este lo que quiere es que le caliente la máquina para llevárselo él. Pues está listo.
El hombre joven le mira sin hacerle mucho caso, tiene la próxima moneda en el filo de la ranura, la introduce, le faltan varios dedos de la mano derecha. De hecho, solo tiene el pulgar y el dedo corazón. Los dos más pequeños están totalmente amputados y donde debería estar el índice hay un muñón arrugado. La verdad es que no tiene pinta de dedicarse a un peligroso trabajo manual. Lleva un traje, más bien barato pero un traje, su complexión es desgarbada, la piel fina, los gestos no son rudos: ese hombre no ha manejado en su vida una radial o un martillo hidráulico.
“Avance, avance. Uno, dos, tres”, suena la máquina del viejo.
El hombre joven de los dedos amputados trata constantemente de que le salgan tres fresas. No es la jugada con mayor premio pero él siempre pulsa los botones para mantenerlas en la línea de premio. Una superstición, quizá. También puede haber sido un accidente casero, colocando una ventana tal vez. O algo le aplastó la mano. No, no es eso. Allí dónde está el corte hay algo de desgarro, como la mordedura de un animal, no es un corte limpio. Se acerca a la barra a cambiar. El chino mira codicioso la máquina vacía pero se mantiene en la chepa del viejo. El joven le da al camarero un billete de cinco, lo entrega con su mano derecha, con total naturalidad. El camarero parece no darse cuenta. Una joven sudamericana pide que le cobren impacientemente. Está embarazada y de mal humor. En cambio, en el taburete de al lado, una mujer del servicio municipal de limpieza, con el traje fluorescente puesto, se come feliz un croissant con café. Se la nota radiante.
“Avance, avance. Uno, dos, tres”. El chino hace insistentemente el número tres con los dedos de una mano, mientras con la del cigarro apunta a una momia y a una casilla iluminada. El viejo frota sus dos últimas monedas entre sí, como si el roce les cargara de poderes, en la última jugada suena una musiquilla oriental. Quince euros. Gira la cabeza hacia el bar, orgulloso de su premio. Sonríe con su cara arrugada y seca, no es un gesto en el que se sienta cómodo. Le da un codazo con familiaridad al joven y mira con soberbia al chino, que se comporta como si el dinero fuera suyo. El viejo se lo juega de nuevo en un abrir y cerrar de ojos y lo pierde todo.
Es entonces cuando al hombre joven de los dedos amputados le salen tres ciruelas en la línea de premio. Se acumulan en su contador doce euros y a partir de ese momento todas las partidas tienen premio. No dejan de caer monedas, exactamente los ciento cincuenta euros del bonus especial que anuncia la máquina. El chino da una larga calada a su cigarro y lo consume hasta la colilla. El viejo dice a cada rato:
- Te lo dije, te lo dije.
El joven recoge su premio arrastrando las monedas hacia la mano sana y guardándoselo directamente en los bolsillos del pantalón. Llenar el bolsillo izquierdo con la mano derecha le resulta más trabajoso y se le cae alguna moneda que recoge con paciencia. El chino también se agacha a recoger un euro del suelo y se lo tiende, el joven la coge con su media mano, sonríe y la echa en la máquina del viejo guiñando un ojo.
“Avance, avance. Uno, dos, tres”. Las pirámides, las momias, los faraones, todas las luces empiezan a moverse y a brillar y a dar vueltas y a sonar las mil y una noches.
Durante unos segundos en el bar freiduría de la calle Bravo Murillo se para el tiempo y se convierte en un escaparate de maniquíes estáticos, los clientes miran en silencio a las tragaperras; mientras, el viejo, el chino y el hombre joven de los dedos amputados aparecen iluminados por la gran bola de la discoteca de la chatarra. Cuando todos vuelven en sí, el viejo pega una patada a la máquina y la zarandea con las manos.
- Oiga, que el dinero es suyo – le dice el joven.
- Métetelo por dónde te quepa – le contesta el viejo y se va muy enfadado. El hombre que se parece a Valle-Inclán suelta una sonora carcajada.
El chino comienza a verter sobres sí montones de monedas haciéndose un embozo con el jersey ante la mirada atónita del hombre joven.
- Tráete eso para acá, que necesitamos cambio – gritan desde la barra.

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