jueves, mayo 31, 2007

El tono

En la sala 2 del Tanatorio del hospital, Emiliano le da la mano a Fede, el mejor amigo del hijo que se le acaba de morir. Es un apretón que parece el que le da un director de empresa al empleado del mes.
-¿No habéis ido a descansar un rato, Emiliano? Han sido muchas horas.
-Han sido muchas horas, sí. ¿Qué tal está tu padre?
-Mejor. Que deje de fumar le han dicho, pero que tiene cuerda para rato.
-Menudo cabrón el Federico, bicho malo….
Se callan los dos. Nunca muere. El hijo de Emiliano ha muerto con treinta años. Al final Fede dice:
-Qué putada.
Emiliano asiente y se encoge de hombros.
La madre anda de acá para allá como si jugara a la gallinita ciega, con una venda en los ojos. Se mueve sin destino concreto y va derramándose por los sofás, las paredes, sobre la gente, sobre el ataúd mientras grita: “Mi espejito, el espejito dónde yo me miraba, mi espejito me lo han roto”. Es una mujer de pueblo y la metáfora sorprende, pero es bonita. El espejo: su hijo. Fede traga saliva. Emiliano se mira ambas manos y vuelve las uñas hacia él, de joven se las mordía, un día su mujer le dijo que lo dejara y él lo dejó y no volvió a hacerlo más.
-¿Y Rosa?- pregunta Fede.
-Destrozada. La pobre.
Rosa es la nuera, tiene la cara y el pelo mojados de sudor y lágrimas; si no se acabara de morir su marido a alguien podría parecerle una cantante de rock trasnochada, tan flaca, con la mirada hueca y la boca desencajada. Aprieta en la mano un llavero del Real Madrid, o del Valencia. Se lo está clavando en la piel, tal vez para derivar el dolor que siente a un sitio físico y concreto; o quizá lo exprime para sacar de él la sangre que le está faltando. Aunque lo más probable es que sean las llaves del marido y simplemente trata de aferrarse a su recuerdo.
Emiliano baja la vista, se mira los zapatos, son muy cómodos, están viejos, recuerda que los compró en rebajas de verano, pensando en el invierno. Las baldosas están muy limpias. Se fija luego en un sofá, tiene una quemadura de cigarro y las esquinas roídas, se ve parte de la espuma amarillenta de debajo. Permanece un buen rato así, diseccionando con la mirada el resto del sofá a partir del agujero del borde. Hasta que dos mujeres se sientan en él y se ponen a cuchichear, no sabe si son de su velatorio o de otro.
-Si necesitas algo, Emiliano, lo que sea, ya sabes que yo…
-Ya sé.
-¿Y el del otro coche?- pregunta Fede.
-Ahí, ahí. Sigue en la sexta, no saben si va a salir. Tres meses hace ahora y dicen que pueden ser tres días o tres años. Que no se sabe.
Casi seguro que Fede piensa que la vida es injusta y por eso dice:
-Hijo de puta. No deseo mal a nadie, pero es un hijo de puta. Con todas las letras.
Emiliano se pasa la mano por los pantalones para quitar una arruga o una pelusa.
-Yo creo que me estoy quedando tonto- dice.
-Es una putada, Emiliano, la verdad es que es una putada.
-Que me estoy quedando tonto, que con todo esto yo me estoy poniendo tonto.
Los dos pasean despacio siguiendo las paredes de la sala, mirando los carteles como en un museo: los derechos y deberes de los pacientes, las reuniones de madres recientes, los días de donación de sangre, los de prohibido fumar, hay uno muy curioso, pone: “no tenemos complejo de salmón, así que no nos ahumes”. Salen a la calle a echar un cigarrillo.
-No lloro, Federico. ¿Y porqué no voy a poder llorar? Con lo que he llorao´ ya. ¿Es que me voy a poner yo tonto? No tengo yo esa pena que tenía estos meses. Bajo la cabeza y miro para abajo, pero es que tengo los ojos contentos. Que me lo noto. Que no tengo ganas de llorar. Y eso por qué. ¿Es que me voy a poner yo tonto o qué? Si se ha muerto mi hijo y no me da gana de llorar.
-Eso es normal, todavía no lo has asimilado- El amigo de su hijo le hace un gesto para que siga hablando.
-A lo mejor es eso. O a lo mejor es que me da igual. La gente viene y me habla de mi hijo y a mí no me duele. Y le visto muerto, bien muerto, y no se me remueven las tripas. Mira que lo pienso, pero no me sale el llorar. ¿Me estaré poniendo tonto?
-Qué te vas a poner tonto, estás cansado y ya está.
Emiliano asiente. Se encoge de hombros. Se vuelve a quitar la supuesta pelusa del pantalón.
-Vamos para adentro, va a decir la gente que dónde ando tanto rato.
Los dos hombres entran. Se acercan a unos parientes con la ligereza de quien ha quedado con los amigos en el bar. Ellos abrazan a Emiliano, le dan el pésame, enumeran una larga lista de virtudes de su hijo y comentan meneando las cabezas la última ocasión en que le vieron y lo que dijo. No sería trascendente si no hubiera sido lo último: “Nada más nos vemos en bautizos, bodas y entierros”, bromeaba. Emiliano les cuenta maquinalmente el accidente, usando palabras recién aprendidas de la guardia civil y del médico: baja visibilidad, policontusión, siniestro, cadáver, irreversible. Los parientes forman un corro y hacen una crónica de accidentes sucedidos por la zona en los últimos años: los que murieron, los que quedaron paralíticos, tuertos, tontos; lo que hicieron sus familias: lloraron, se cambiaron de casa, el padre que era un borracho, las mujeres que se desentendieron; “los críos esos que iban seis en el coche, a quién se le ocurre”. Un hombre cuenta su operación de cataratas y luego insiste en que las lesiones de rodilla son lo peor, lo más grave, lo más doloroso, lo que más secuelas deja. Lo hará para dar ánimos.
Entonces Emiliano ve al padre del otro chico, tiene la cara colgona, de balón desinflado, avanza hacia ellos hasta quedarse a un metro o así, como si hubiera llegado al final de un trampolín. Fede se envara, quiere proteger algo, a saberse el qué, si su amigo ya está muerto.
-Lo siento- dice el otro padre, más bien, lo murmura.
Emiliano asiente.
-El nuestro ha salido- al hombre le tiembla la voz y la papada como a una gallina- Le han bajado a planta ya.
Ahora es cuando a Emiliano se le tensa el gesto, tanto que por un momento da la impresión de que se le vacían las cuencas de los ojos y se le consume la piel y se ve calavera en vez de cara. Se le hace el nudo en la garganta y cruza los brazos sobre el estómago, que también lo tiene hecho soga. Se deshace entero y empieza a llorar. Deja que el cuerpo le convulsione a cada sollozo. Luego se arrodilla en el suelo y sigue con su llanto más suave, monótono, casi rítmico. Fede y el otro padre tratan de levantarle, muy serios y firmes, como si fuera un niño con rabieta. ¿No entienden que Emiliano no quiere hacer otra cosa que llorar? ¿No parar de llorar nunca? ¿Llorar toda la vida hasta que se muera él también?

No hay comentarios: